"15F, mi versión", Guillermo Lehmann

15F, mi versión

Ese funesto domingo bien temprano empezaron a entrar mensajes de lo que estaba pasando.

A eso de las nueve de la mañana encaré, con temor por el volumen de agua que caía, para Villa Allende a cargar GNC y por la E53 llegar hasta Agua de Oro y La Granja, en donde me advertían que la situación era grave.

Pero no pude. El aguacero de esa mañana me detuvo varios minutos en la villa y el regreso a Río Ceballos lo tuve que hacer por Unquillo y Mendiolaza con algunas dificultades, porque la E53 ya estaba cortada.

Cerca del mediodía, recuerdo con precisión que el aguacero no me dejaba salir del bar de la terminal de ómnibus adonde había ido a leer el diario, como cualquier domingo tranquilo.

Los cortes de luz, interrumpían la improvisada transmisión de emergencia de radio Turismo que compartimos con Gustavo Priselac, y los truenos, relámpagos y los chorros de agua nos mantuvieron estáticos un par de horas.

La situación parecía brava pero no teníamos noción de lo que en realidad estaba ocurriendo, a no ser por los llamados de los oyentes.

Muchos nos preguntaban qué pasaba en los diferentes barrios porque no podían salir de sus casas ni comunicarse con familiares y amigos que vivían en otros sectores.

Ahí empezó a contagiarse el clima de angustia generalizado.

Al mediodía pude llegar a mi casa y almorzar, pero estaba pendiente de qué podría estar pasando afuera, sin luz, ni radio, ni comunicaciones.

Fue cuando se largó ese segundo chaparrón fulminante.

Luego de almorzar, salí al patio de mi casa para atender una llamada del diario y mientras hablaba, escuchaba el ruido potente del arroyo que pasa por la costanera, en Río Ceballos, y que antes nunca había oído.

Terminé la llamada y bajé a ver lo que pasaba.

Por primera vez sentí el estremecimiento que aún hoy me sobresalta cada vez que recorro los lugares y veo las caras con gestos arrasados y estremecidos por aquella correntada.

El agua había pasado por arriba de la pasarela de la ex panadería Las Palmas y la había destruido a la mitad. Ahí empecé a imaginarme que podría haber pasado en general.

Minutos después partí para el norte por el camino de El Caracol, sin saber que había pasado aguas abajo.

Los puentes de Salsipuedes y Agua de Oro mostraban una medida del caudal de agua que los había traspasado, hasta que llegué a la curva de Las Vertientes en La Granja y la ruta se había quebrado; más allá no se podía seguir.

En el camino vi autos arrastrados y estrolados contra casas, gente sacando agua y barro de sus viviendas y negocios, abuelos y chicos arriba de los techos, mascotas alteradas y el río caudaloso que bajaba con fuerza.

Yo miraba esas caras, pero ahora que reflexiono no sé qué cara me habrán visto quienes pudieron mirarme fuera de su desesperación.

Pero, de todo eso, el ruido fue lo que más me llamó la atención, y no lo olvidaré.

Después… la destrucción, la desesperación, el desconcierto, la angustia, impotencia. Transmitir la noticia de los primeros muertos en barrio Loza comunicada con fría naturalidad y a velocidad de rayo.  Sentí que la situación en ese fragor nos inmovilizaba, no llegábamos a asimilarla porque no sabíamos cuántos podrían llegar a ser.

Como el resto, bomberos, defensa civil, municipales, policías, actuabámos con desconcierto ante un hecho del que no teníamos la menor idea de la dimensión que representó.

La noche del domingo tampoco la voy a olvidar.

Las calles cortadas y oscuras, los puentes destruidos, máquinas descontroladas intentando reparar los destrozos, agua y barro por todos lados, y miedo…, mucho miedo.

Gente atemorizada que, en el centro, no sabía ni podía imaginar lo que estaba pasando en Ñú Porá y barrio Loza, o en La Quebrada y Los Manantiales; y en el resto de las localidades vecinas.

Incomunicados en la expresión más extrema.

Siguió lloviendo parte de la noche, y el lunes amaneció semidespejado.

Aunque era feriado me dispuse a ir a la radio porque la situación de emergencia ameritaba nuestro trabajo y colaboración como medio de comunicación para esa gente que estaba incomunicada, vaya paradoja.

Camino a ella comencé a confirmar el temor con el que me había tirado a dormir: la postal tremenda que podía llegar a imaginar y que anhelaba sólo fuera otra pesadilla de las que a veces nos abruman en los sueños, era una innegable realidad.

La avenida San Martín copada por camiones del Ejército y Gendarmería, autobombas de bomberos de todas partes, el municipio convertido en un cuartel de operaciones.

Desde la radio empezamos a confeccionar el mapa del desastre con descripciones que nos contaban los oyentes, mientras escuchábamos afuera las sirenas, helicópteros, y muchos camiones que empezaban a llegar con mercadería para los centros de evacuados.

Un auténtico caos; confirmado: éramos una zona de desastre.

Y después, más o menos lo mismo que todos conocemos.

Los destrozos irreparables, las pérdidas económicas, los nueve muertos, la solidaridad, la falta de agua, la urgencia, el manejo de las válvulas del dique La Quebrada, el miedo a las crecientes porque no para de precipitar, el récord de lluvias, las historias rotas en cada esquina, el cambio de la geografía que nos daba identidad, las polémicas que vendrán mientras nos damos a la reconstrucción y todo lo que trae aparejado un escenario de post destrucción de una zona como la nuestra.

Pero, más allá de los registros de la destrucción, el ruido fue lo que más me llamó la atención, y no lo olvidaré.

Acaso encontré una explicación cuando hablé con Carmen Peñaloza, una vecina de Cerro Azul, que junto a su familia quedaron dos días aisladas en el lugar. “Nunca vi algo así en mi vida. El río que era una hermosura cambio totalmente su cauce. Los árboles caían como si fueran yuyos y era estremecedor el ruido del desprendimiento de las raíces. No dan ganas ni de salir a mirar”.

En las palabras de esta mujer empecé a comprender la tragedia desde mi forma de sentir: “Estremecedor el ruido del desprendimiento de las raíces”.

                                                                                                                                    Guillermo Lehmann 

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